Prioridades
Hice la prueba y escribí, o sería mejor decir que presioné los caracteres que aparecían en la pantalla táctil de mi celular. Primero la letra P, luego la a, por último y de nuevo la p.
No hizo falta pensar más. La primera palabra sugerida era la correcta: Papá. No recuerdo cuáles fueron las otras dos. Luego propuso tres palabras de las cuales elegí la segunda, después comencé a escribir otra y, de nuevo, me sugirió la que estaba intentando escribir. De las tres sugeridas elegí la primera dos veces, la segunda una. Así, el mensaje se fue completando, se fue auto-completando.
Hasta cierto punto podía yo sentir que era fiel a lo que quería escribir. Tuve que precisar algunas fechas y corregir algunos tíldes propios del porteño, pero me fue difícil decidir si corregía yo al auto-corrector o si este me había corregido a mí e insistía yo en mi error.
Y es que en ese momento me encontraba conducido por una gratificación que me impulsaba más a continuar que a revisar si sentía yo o no lo que expresaba. Pulsaba la pantalla, elegía la siguiente y la volvía a presionar fascinado por la facilidad con la que confesaba sin pudor nuestra falta de comunicación, evidenciaba una culpa inexpiable y recriminaba sin remordimiento alguno heridas de muchos años.
Detalles sencillos que cualquiera podría haber resuelto mediante breves intercambios que yo no tuve por la diferencia idiomática que veía ahora resuelta y que seguramente dejaría de existir porque también mi papá podría explayarse con gran soltura mediante el uso del predictivo.
Por último traduciríamos los mensajes, yo del español al chino y él al revés, usando el traductor de Zhōngguó II.
Nuestra comunicación, aunque efectiva, sería colateral.
Leí el mensaje que era perfecto. Aunque sentía cierto orgullo, no era el momento.
Levanté la vista y pretendí prestar atención.
Ocurre casi siempre igual. Empiezo a mirar a mi profesor o profesora y me doy cuenta de algún detalle arbitrario. Camina de un lado hacia otro. Tiene el cuello de la remera con el elástico gastado. Esta tarde tiene un peinado distinto. Está claramente loca. Hoy se lo ve un poco triste. Lo que sea.
El punto es que inmediatamente empiezo a escuchar mi propio latido y mi culo duro en el banco. El peso de mis hombros que descansan sobre codos y antebrazos.
Me cambio de posición, tiro hacia atrás la espalda, pero no. Ya es demasiado tarde, porque me di cuenta de que estoy en una clase y de que puedo escuchar lo que dicen, porque sí, aunque diga que esta tarde vamos a trabajar con integrales definidas para funciones de dos variables sobre regiones planas, tiene un resabio extraño porque repite la misma primera clase introductoria que escuché hace uno, dos, tres, cuatro cuatrimestres atrás y es posible que vuelva a escuchar lo mismo el cuatrimestre siguiente, a menos que cambien la dinámica con la que dan las clases y eso estaría genial, supongo, porque quizás un ligero cambio modifica el perfil de estudiante que se queda sentado con el culo dormido y aquel que decide que no, que esto no va más, que es mejor estudiar música folclórica. Y así, tal vez, tendría yo posibilidad de quedar en el primer grupo y congelar mi culo todos los miércoles y viernes durante un cuatrimestre entero para poder avanzar en la carrera y destrabar las materias que piden haber aprobado previamente el jefe de jefes: Análisis Matemático II.
Traté de mover un poco las nalgas. ¿Estoy todavía a tiempo de aprobar en la próxima fecha? Honestamente prefería estar sentado cuatro horas mirando la pantalla de mi computadora. Pensara o no en eso, el resultado iba a ser el mismo: me paré y me fui.