Laguna
Aunque está convencida de que me engaña, con cada gesto que hace no logra más que confirmarme lo que piensa. Ana ladea la cabeza hacia la izquierda, cree aparentar que duda, pero con este mismo gesto me confirma que ya se ha decidido: no irá a buscar agua de nuevo.
Levanto el balde, parece ligero. Será una tarea fácil, puede pensar uno, pero se engañaría. El balde, lleno, pesa veinte veces más. Ana ni siquiera alcanza a decir algo y ya estoy afuera.
El clima es agradable.
Aunque esté vacío, cambio de mano el balde con un leve penduleo. No me da vergüenza admitir que no estoy en forma. Aparte del trecho que hay hasta el río, ¿qué más habría de hacer?
A unos trescientos metros de la orilla me encuentro a Carlos. O eso creí. No es otro que Juan David.
Me pregunta cómo estoy.
Aunque la laguna está cerca, no se lo puede distinguir bien del cielo. El agua prístina refleja las estrellas y logra perlarse casi tanto como los ojos de Ana.
Unos pasos más adelante me encuentro a Carlos. Lleva dos baldes que parecen llenos de agua, se baña siempre a la misma hora. Si estuviera permitido, lo haría en la laguna aguas adentro. Al reconocerme se agacha un poco para dejar la carga en el pasto y este se quiebra bajo semejante peso.
Carlos es muy fuerte. Sus baldes son más grandes que los míos. Por alguna razón corre hacia mí. Me indica un árbol gordo que me recuerda a sus brazos. Sin intercambiar más palabras, recoge de nuevo los baldes y me acompaña. Es la primera vez que lo veo tan agitado, pienso.
Una vez escondidos de la mirada de los demás me advierte:
—No vayas a la laguna. No es agua de verdad.
Pero tengo que buscar agua para Ana. ¿De qué otro lugar la voy a sacar?
—Tengo que buscar agua para Ana —le digo—. ¿De qué otro lugar la voy a sacar?
—De ningún lado. Pero entiendo la tarea. Va a ser mejor que lo veas por vos mismo para convencerte. El cauce está bajo. Hoy es el mejor día.
Le doy la espalda sin contestar y continúo mi camino. La altura del agua es, efectivamente, menor a la de siempre. Unos seis o siete metros menos. Me doy cuenta de que, sin pensar demasiado en lo que me pidió Carlos, busco la forma de bajar para llenar el balde. Dos señoras animan a los gritos a alguien de mi edad que se encuentra ya a la altura del agua.
Carlos, recostado contra el mismo árbol, me estuvo esperando.
—¿Y?
—¿Qué?
—¿Cómo fue? ¿Te diste cuenta? —me interroga.
—¿De qué?
—¿No viste nada raro?
—Nada.
—Y bueno, ¿viste? ¿No es fascinante?
Lo cierto es que volví con el balde lleno sin pensar demasiado en lo que me pidió. En su cara puedo ver que él sí le está dando vueltas de más al asunto.
—Ya sé, vayamos juntos —sugirió por fin.
Dejamos los tres baldes detrás del árbol.
Recién entonces se me ocurre preguntar:
—¿Por qué tenés dos baldes llenos?
—Rarísimo, ¿viste? Así me di cuenta yo.
Caminamos hasta la laguna y regresamos.
Tomamos los baldes escondidos y caminamos juntos el tramo de vuelta.
Al dar vuelta para volver a ver la laguna, únicamente una pregunta: “¿qué?”. Un “¿qué?” extraño. Sin que se entienda qué se pregunta.
—¿Te diste cuenta? —vuelve a preguntar, ¿pero cuándo lo preguntó?—. Aunque yo solo pueda hablarte en tiempo presente, pareciera como un recuerdo.
La idea que me propuso no solo era sensata, sino que se me presentó como una realidad innegable. ¿No había estado hasta ahora viviendo? ¿Y ahora? ¿Aún ahora solo estaba recordando?
—¿También el cielo es falso entonces? —pregunté por fin.
—Sí. También.
—De hecho, no hay cielo.
—No. La laguna se extiende hacia arriba.
—¿Y cómo no nos dimos cuenta antes?
—No sé yo. Pensá que también me estoy dando cuenta ahora.
Y se quedó callado.
Solo se escuchaba el ruido del agua salpicando sobre sí misma dentro de los baldes. Era raro. Adentro de mi cabeza pensaba, en su más expresión. Si no hablo, pensaba. Pero no elegía qué pensar. Solo podía escuchar el recuerdo de los pensamientos que había tenido.
—Estoy asustado —confiesa—. ¿Te molesta si hablamos?
—No me molesta, hablemos —le digo.
—¿Qué pensás de Ana? —pregunta.
—No sé, ¿qué debería pensar?
—¿Existe?
—Ahora que lo decís… No sé. Es demasiado perfecta para mí. Sospechosamente perfecta.
—Entiendo.
—Pero a mí, su idea, me hace sentir menos solo.