Intentaste
Desde arriba, tanto los que escuchan sentados como los que tocan en el escenario se ven igual de diminutos. Siendo honesto, aunque estuvieran cerca igual no les prestaría atención dado que, en realidad, como tantas otras veces, me dejé llevar por compromiso. Julia, una amiga de la secundaria, me regaló la entrada. Toca, o al menos lo intenta, el saxo en la orquesta de Jazz, pero reconoce su propia incapacidad musical.
Es justamente eso lo que permitió siempre que la respete, la consciencia de su propia inutilidad. Aunque siendo justo también ayuda el hecho de que pinte de una manera hermosa. Un trazo que refleja perfectamente su voluntad. Entre esta y la pintura, entre su idea mental y el lienzo, no existe la distancia. Pararse frente a un cuadro suyo implica necesariamente ser absorbido por sus colores.
Al escuchar a su orquesta prefiero, en cambio, concentrarme únicamente en aplicar con sumo cuidado presión a los lados de un grano de mi cachete. La tarea es dificultosa. Lo ideal es que no quede marca, pero si queda, todavía es posible regodearse en haber dejado un impecable agujero circular. Al fin y al cabo, ya de por sí estamos hablando de una imperfección facial que continuamente recuerda que si algo no suma es mejor que desaparezca.
Por desgracia o por fortuna, no tocaron lo suficiente y nadie pide un bis. No logro completar mi pasatiempo. Tampoco estoy tan interesado en explotar el grano como para torturarme a mí mismo. Me pongo la campera y vuelvo a casa. O eso pensaba, ingenuamente. Otros, con abrigos aún en mano, charlan en el pasillo. Permiso, pido, pero ríen y comentan con efusividad la misma mierda que escuchamos todos.
Logro, por fin, abrirme paso hacia la salida, pero desde dentro del edificio diviso a Julia esperando.
—¿Una mierda? —adivina.
Me río hipócritamente para darle a entender que no estuvo mal, pero no lo digo.
Un chica apoya la mano en el único hombro que deja al descubierto el vestido de Julia y pregunta:
—¿Y?
Como siempre reconozco ese instante en el que se nos permite escapar de una conversación con un desconocido, pero a veces no pongo suficiente antipatía en mi expresión, porque insiste:
—¿Qué te pareció lo que tocamos?
Y no sé bien si es el hecho de que se haya incluido en el grupo de músicos que me permite asociar su cara con el hecho de que canta o si es su voz que rescato con cierta calidez de mi memoria, pero como si se tratase de un conjuro recuerdo el nombre “Nadia”, mi antigua compañera de banco. Mentir es un poco asqueroso, pero aunque soy consciente de esto igual escucho que digo:
—Me gustó mucho.
Que no es cierto, ni mucho menos. Debería haber sido honesto y explicarle que me pareció digno de ella, sin confesar que en la secundaria la había burlado tantas veces con la misma ambigüedad. Y es que su rostro, tan blando, pareciera siempre a punto de torcerse en una mueca de disgusto insalvable.
—¡¿Te acordás de Nadia?! —grita Julia como si fuera imposible el correcto funcionamiento de mi memoria.
—Obvio —digo—, en segundo nos obligaron a sentarnos juntos.
Reímos los tres, porque es más fácil eludir todo con un chiste que tener que escucharlas exigir que explique mi falta de interés.
—Te voy a obligar entonces a que la acompañes a tomar el colectivo —mira al celular—, porque yo tengo que irme —abro la boca—. Y no, tenés que acompañarla— adivina otra vez.
Sonrío levemente y esto le basta a Julia y a su único hombro desnudo para saludar e irse dejándonos a solas entre tanta gente.
Nadia, extrañamente, fue siempre una compañera de bancos ideal. Con mucho esfuerzo dejaba escapar una pregunta o comentaba alguna estupidez para complacerse con dos o tres monosílabos. Por eso, durante la charla hasta la parada, o mejor dicho la falta de charla, podría seguir explotando mi grano. Si había algo que resultaba tedioso, sin embargo, era acordar algo con ella. Tener que escarbar en su mutismo.
—Tomo el ciento cinco—dice y con esto resuelve todo conflicto posible porque yo también tengo que tomar el mismo colectivo.
Enseguida caminamos hacia la parada, hasta me parece impresionante. La juzgué mal, pienso, cambió. Restaba averiguar si el cambio se me presentaba como abrupto porque jamás hubiera imaginado que resolvería todo de manera tan pragmática o si era únicamente la distancia en el tiempo lo que magnificaba la sorpresa.
—Qué raro que hayas venido.
Por bueno que sea ocultando lo que realmente pienso, algo así descuidaría a cualquiera. Se produjo en algún momento algún pase mágico: o habrían trocado, seguramente, Julia y Nadia de personalidad o quien dice ser Nadia no lo es en realidad. En su rostro un millón de pecas me confirman que me equivoco en mis teorías. Podría pasar la noche contándolas, pero se hunden en los pliegues de la piel hasta desaparecer. Solo ella tiene tantas, lo sé.
Ante una situación como esta solo queda ganar tiempo.
—¿Por? —pregunto, un poco preocupado por haber tardado en responder.
—¿Cómo que por qué? No te hagás.
Algo en su tono confirma que es preciso contestarle con cuidado. Podría, sí, buscar algún motivo, tratar de anticiparme a sus razones, pero aquello únicamente sería aceptar la acusación. El motivo, por lo que sé, podría no existir en absoluto. Lo mejor es que se explique ella misma:
—No sé de lo que hablás.
Y es verdad. Aunque sean ciertas sus sospechas, y lo son, no estoy estrictamente seguro de lo que quiere decirme. Además, no me estoy “haciendo” nada. Pero tampoco me lo explica y mis pies se mueven y también los suyos. El izquierdo y el derecho, siempre uno y después el otro. ¿Cómo hacen? Que responda, dios. O que haga lo que quiera.
Atrás nuestro una mujer en bicicleta pide permiso para adelantarnos y lo hace.
Retomamos la marcha en silencio con la misma emoción con la que se retoma un viejo vicio que se ha olvidado. Sonrío y también ella sonríe. Y en este gesto encuentro un problema que hasta ahora no había tenido: ¿sonríe ella por lo mismo que sonrío yo? ¿O se burla secretamente de un defecto que poseo pero que no reconozco? Aunque hayamos sido durante varios años compañeros de banco, a esta Nadia que es y no es la misma que recuerdo apenas la conozco. Muy poco como para saber si se entretiene burlándose de mí, muy poco como para que sonría conmigo.
Llegamos a la parada del colectivo. Unas cuatro o cinco personas además de nosotros esperan a que llegue el ciento cinco.
—No cambiaste nada —se explica.
—Vos estás irreconocible —admito sin miedo, pero me doy cuenta de que es una piedra que lanzo sin poder respaldar.
—¿Por? Estoy igual que siempre —miente. Aprovecha que es inútil anticiparse. Sabe que cometí un error al decir lo que dije o al menos al haberme mostrado desafiante—. Decime.
—Eras bastante tímida en la secundaria. Qué sé yo.
—Puede ser. Nunca se me dio bien decir lo que pensaba.
Nuevamente nos reservamos las palabras, como si tuviera que justificar lo que acababa de decir. Soy yo, esta vez, el que las retoma:
—Este, creo que igual es bueno que ahora seas más directa.
Extrañamente reconforta haberlo dicho, porque con suma ligereza empezamos a hablar como amigos de la infancia. Dice que nunca dejó de hablar con Julia, que le habría gustado seguir hablando conmigo, que estaba segura de que yo iba a aprender a tocar algún instrumento, que con los de la orquesta se lleva muy bien, que el jazz le fascina, que piensa que es loco encontrarse con alguien con quien no se ha hablado hace mucho, que en la orquesta algunos desafinan, que Julia desafina un poco, que ella también, que lo sabe, que lo suyo es y va a ser siempre la escritura, pero que hay que animarse a afrontar aquello que más miedo nos da, que a veces los jueves por las tardes, cuando lava la ropa, se acuerda de esa vez que me manchó mi remera favorita, que me había enojado muchísimo, que cómo no me acuerdo, que ella lo había hecho a propósito. Subimos por fin al ciento cinco y sigue con que la gente que se ve por la ventana, así de rápido, no parece gente y que al pensar en eso se asusta, que siempre le gustó el análisis que hago de las cosas, que a veces le gustaría poder leer los pensamientos de los demás y que siempre creyó que yo podía, que en dos años termina su licenciatura y que planea dejar su trabajo para agilizarlo, que sí, que está a mil, pero que tampoco le parece tanto y que apenas tiene tiempo de ponerse a pensar en si lo que hace está bien o no, pero que se avanza haciendo y no pensando, que nunca hubiera imaginado que nos íbamos a encontrar así y que mucho menos que podríamos hablar de estar manera o mejor dicho que hable ella de esta manera, que se acuerda de lo mucho que me gustaba el saxo, que es increíble que yo nunca haya intentado aprender a tocarlo, que estoy muy callado y que si me aburre que se lo diga, que sea sincero, que le conteste, que sea honesto, que no cree posible que me haya gustado mucho cómo tocó la orquesta, que por los santos cielos diga aunque sea lo más mínimo para que se quede tranquila y siga, que me agradece, pero que no es grosera y que le interesa también todo lo que me pasó a mí en este tiempo, que a ella también le encanta el saxo como a Julia y como a mí, pero no tanto como el canto.
De algún modo siento cierta responsabilidad de contestarle cuando me insta a unirme a la orquesta:
—Prefiero el tango —digo.
—¿Por?
—No sé bien.
—Esa te la creo más.
—¿Más que qué?
Pero no responde, pareciera haber agotado todas sus palabras para siempre. Sonríe vilmente como si supiera la humillación que siento, como si supiera cómo humillarme aún más. Como si quedara algo más que desnudar cuando a uno ya lo han despojado de las mentiras y en este sentido las palabras que se agotaron son las mías. Cualquier cosa que diga va a ser insuficiente.
Dos paradas nada más. Dos paradas: la próxima y después en la siguiente bajo. El colectivo acelera y aunque se pueda pensar que esto representa algún alivio me doy cuenta de que lo ideal hubiera sido un embotellamiento. Alguna obstrucción del estilo para excusarme con que es mejor bajar y caminar. Escapar de la situación en el momento.
Una parada nada más, pero Nadia abandona su sonrisa y junta sus labios para decir:
—Si te gusta el saxo, deberías aprender a tocar.
Es imposible no darse cuenta de que lo hace apropósito, que me conoce mucho más de lo que me conozco, que algún rencor me guarda y que es ella ahora la que me enjuicia a mí. Aunque las puertas se abren, “intentaste” dice. Salto sin pensarlo, pero no alcanza porque escucho un “no es lo tuyo” y mi cerebro sin esfuerzo completa lo que quiere decirme:
—Intentaste. No es lo tuyo y no lo podés admitir.