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El malecón

Cruzamos por un puente hecho en el año mil novecientos siete, no sin antes lograr que nos sacaran una foto a los cuatro. Más o menos en la mitad nos detuvimos y mi papá me dijo:

—Al final, no es estafa.

Yo asentí con la cabeza. Un poco porque tenía razón y otro poco porque no entendí qué quiso decir. Después de todo, había sido claro y yo no quería discutírselo.

Llegamos por fin al río en que nadaba mi papá de chico. Y si bien lo supe, lo cierto es que no llegaba a verlo. Mis tíos quisieron que nos sacaran otra foto, pero había tanta gente amontonándose para sacarse una también que quedaron todas feas. Detrás nuestro, y de todos esos chinos, podían verse únicamente el mismo puente de antes, pero desde otro ángulo, y apenas una franja del cielo. Una vez satisfechos, me abrí paso entre el resto, tuve que empujar un poco, y pude ver por fin el río.

Era marrón. Por él cruzaban barcos cargueros y por el aspecto que tenía creo imposible que alguien pudiera nadar por él ahora. En la otra orilla había muchos rascacielos, pero eran tantos y estaban tan pegados entre ellos que ninguno sobresalía realmente. Siendo honesto, sentí miedo. Si seguían creciendo, algún día llegarían a tapar todo el cielo.

Intenté volver con mi papá y mis dos tíos, pero no los encontré.

Una pareja me pidió que les sacara una foto. Bueno, eso interpreté yo que no entiendo bien el idioma. Cuando quise tomar su celular, empezaron a gritar enloquecidos hacia todos lados. Los que estaban alrededor nuestro se corrieron dejando un amplio espacio y recién entonces me lo dieron. Les saqué dos fotos y les devolví el celular.

En mi opinión quedaron hermosas. Había logrado alinear bien el horizonte con la mitad de la altura de los rascacielos y el río de forma tal que evidenciaba su notoria curvatura. Por algún designio del destino no había habido ningún barco pasando y el sol, que todavía no se había puesto, podía adivinarse por la sombra en las nubes.

Si bien no pude entender lo que decían, era evidente que en su opinión las fotos eran horribles. Uno de ellos alzó el puño y yo salí corriendo lo más rápido que pude, pero me estampé con la espalda china de un hombre que parecía estar ocultándose. Puso un dedo en sus labios para que haga silencio y, no sé bien el porqué, pero me acuclillé yo también. Estaba furioso.

Caminamos con las piernas flexionadas y las manos muy cerca del suelo. Mi tía le pidió a un policía que nos sacara una foto porque le parecía que era una escena triste y deprimente.

—¿Ahora sí vamos a comer? —pregunté.

—No —me contestó—. Ahora vamos a antes era tu casa.

Pero como los cinco teníamos hambre entramos a un restorán que estaba en la esquina. Nos daba algo de vergüenza que el hombre pensara que hablábamos fuerte, por lo que comimos en silencio. Yo me manché la remera y el hombre no. Después de un rato el hombre gritó:

—¡Ajá! ¡Acá estabas!

Y se deslizó hacia abajo de la mesa. Me agaché para preguntarle qué había encontrado, pero en su lugar tuvimos una larga discusión que terminó igual que la del día anterior: al final, era estafa.

Se fue enojado con la espalda erguida y haciendo mucho ruido. En lugar de tomar la avenida principal dobló en la esquina y se fue por una calle paralela en la que había unas casas viejísimas con ropa secándose colgadas en las ventanas. Ninguna era la de su papá.

Fue entonces cuando comprendí la situación. La vida del pobre hombre podía reducirse a una única escena cualquiera. Sacó un rollito de papel que se escondía detrás de una estatua de piedra. Leyó con detenimiento lo que tenía escrito. El poeta Wang Wei compuso una cuaterna de cinco caracteres que acompaña la escultura del emperador Li Shi Min durante su retiro en la provincia de Henan. Pérmitaseme una traducción correspondiente a mi conocimiento limitado del chino:

Sentado a solas junto a los bambú 

la bella canción que toca 

demasiado bajo para ser escuchada 

excepto por el brillo de la luna

Vuelve a enrollar el poema y lo esconde detrás de la estatua de Mao Zedong para que lo cuide, pero este le advierte:

—Quizás conviene escoger otra.

¿Qué es todo esto? ¿Qué quiero decir? Quiero decir que estamos equivocados. La lección la aprendí de mi discípulo dos meses después de haberlo echado. Regresó de rodillas, arrástrandose, con la cara hinchada de tanto llorar y mocos cayéndole de la nariz.

Me rogó que volviera a tomarlo bajo mi cuidado y no lo hice hasta que se humilló lo suficiente como para demostrar que no volvería a contradecirme.