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Dairik

Fuimos con Ander y Ana, mi novia, por recomendación de Malena. Podría decirse que de todo el viaje por Japón eso era lo que yo más quería hacer.

Llegamos con el colectivo número 46 que nos dejó en la puerta del santuario Imamiya. Como aún faltaba una hora y media, entramos. Cuando no quedó más por recorrer, nos sentamos en unos bancos de madera con vista al templo a conversar sobre lo que conocía yo sobre chadō, la ceremonia de té japonesa.

No había tanto de lo que hablar porque yo conocía más bien poco. Desafortunadamente terminé por obedecer a mi ansiedad que logró convencerme de que en una ciudad que nos era ajena podíamos perdernos y no llegar a tiempo a casa de Dairik-san.

Encontramos con facilidad la esquina en la que estaba ésta, pero una vez más habíamos llegado demasiado temprano. Nuestro anfitrión barría las escaleras que conducían a su casa y, por suerte, nos daba la espalda. Pudimos seguir de largo y darle la vuelta a la esquina sin que nos viera.

Hicimos tiempo en una pequeña plaza en la que jugaba una nenita con su madre. Sentados ahí recuerdo que dije: “estamos en un tiempo fuera del tiempo”. Más tarde, Dairik-san diría algo similar, con palabras completamente diferentes.


Estuvimos en su puerta exactamente a las cinco y veinticinco de la tarde, cinco minutos antes del horario pactado. Dairik-san nos estaba esperando. Intercambiamos saludos breves. Al principio seguimos en silencio sus indicaciones y esperamos a que nos indicara al menos dos veces cada cosa que nos pedía para efectivamente hacerle caso. En la primera sala, que daba directamente a la entrada, y sin entrar a ella, dejamos lo que llevábamos encima: abrigos, mochilas, celulares, billeteras. Unas pantallas de tela traslúcida hacían las veces de puerta y dejaban ver una sala contigua.

Nuevamente fuera seguimos a Dairik y dimos vuelta a su casa por un sendero de piedras que atravesaba todo el jardín. Llegamos hasta la sala de té que no era otra que la que habíamos podido advertir desde la entrada. Las puertas estaban abiertas de par en par, por lo que la habitación quedaba expuesta en su totalidad. Si tuviera que adivinar, diría que era de unos ocho tatamis. Estaba prácticamente vacía, a excepción de unos pocos elementos. Inmediatamente llamaba la atención del arreglo floral bellísimo del tokonoma. En el suelo había dispuestos cuatro pequeños almohadones y también un hueco cúbico que tenía una olla, su tapa estaba un poco corrida y de esta pequeña abertura salía vapor. Por último, en una esquina, una pequeña mesita redonda y apoyado sobre el borde un hishaku, un pequeño contenedor de madera similar a una taza, pero con un mango largo.


Entre la habitación y el jardín: el engawa, una pequeña pasarela de madera. Dairik-san nos advirtió que tuviéramos cuidado de no golpearnos con los pequeños faroles que colgaban del techo. Nos sentamos sobre esta para descalzarnos antes de entrar.

Una vez dentro, nos indicó ubicarnos en donde quisiéramos. Él se sentaría en el almohadón que se encontraba al lado de la mesita. Frente a este había dos almohadones más; entre estos dos y el primero, hacia un costado, estaba el último. Yo ya había decidido sentarme ahí.

Dairik-san pidió permiso y se retiró a una tercera habitación, contigua a la sala de té, pero no a la de la entrada. Para hacerlo se agachó justo antes de abrir una puerta corrediza, cruzó esta con medidos movimientos, aún estando arrodillado y por último volvió a correr la puerta para cerrarla.

Una vez terminamos de quitarnos los zapatos nos sentamos. Muy despacio intercambiamos apenas unas pocas palabras con mi amigo y mi novia. Estábamos nerviosos, al menos yo lo estaba. El resto del tiempo guardamos silencio y yo me quedé oliendo la sala mientras tenía la vista fija en el vapor que salía de la olla.

Al cabo de un buen rato nuestro anfitrión regresó y nos encontró sentados sobre nuestros pies al estilo seiza. Nos pidió por favor que nos sentáramos cómodos, de la forma que quisiéramos. Solo Ander cambió la posición en ese entonces. Más tarde, seguramente arrepentidos de no haberlo hecho antes, lo haríamos Ana y yo.

Dairik-san traía carbones para calentar el agua que colocó debajo de la olla con sumo cuidado. Se sentó junto a nosotros y nos preguntó si preferíamos que hablara en japonés o en inglés. A todos nos descolocó la amenaza imbatible de que fuera en japonés. Nos atropellamos entre nosotros por pedirle que hablara en inglés y en este acto de torpeza creo que logramos deshinibirnos un poco.


Dijo llamarse Amae. Contó que había estudiado la práctica del camino del té durante al menos diez años. Preguntó por Malena. Conté que habíamos estudiado japonés juntos, pero hacía mucho tiempo cuando ella aún era estudiante de Letras. Mucho antes de que fuera a Kyoto a estudiar chadō. Dairik-san mencionó que esos tres años de estudio son muy duros y que se debe usar kimono todos los días. También nos confió que él no sería capaz de tolerar una rutina diaria tan exigente. Reímos los cuatro.

Nos comentó brevemente que la ceremonia consistiría primero de un té que no sería matcha, luego de un dulce y por último de una taza de té matcha. Una vez más se retiró de la sala y después de una nueva ronda breve de confidencias en español, regresó.

Preparó primero una taza de té para cada uno echando agua caliente en las mismas. Si mi memoria no me falla, se trataba de un hōjicha. Mientras lo bebíamos se charló sobre nuestro itinerario de viaje. De qué país habíamos salido, por dónde habíamos pasado, cuánto tiempo habíamos volado, qué lugares habíamos visitado ya en Japón. Yo estaba fuera de la conversación. No tenía interés en interrumpirla, pero tampoco en participar. Aunque lo cierto es que sería mejor decir que aunque hubiera querido, me costaba respirar.

Más tarde, nos trajo un dulce. Nos explicó que era similar al mochi, pero en lugar de arroz usaba harina de papa, o de batata según Ana. Además, tenía azúcar. Era de color negro. Tenía gusto terroso, pero un polvo dulce. La consistencia era bastante menos firme que la del mochi. Estaba muy fresco y a mí me gustó muchísimo.

Una vez se retiró de nuevo volvimos a cuchichear. Ana me preguntó si yo tenía alguna duda o algo que preguntar. Lo cierto es que hasta entonces yo apenas había hablado. Mentí y dije que no, cuando lo cierto es que estaba disfrutando la experiencia a tal punto que sentía miedo de intervenir activamente.

Por fin Dairik-san trajo matcha para preparar té. Nos explicó que como se pulveriza toda la hoja y esta pasaba a formar parte del té se obtienen todos los beneficios de la planta. Que en el budismo se usaba como medicina. Que tenía muchos antioxidantes. Que antes se molía de forma manual y ahora de forma industrial. Que era algo amargo y que por eso el dulce de antes tenía azúcar.

Mientras lo escuchaba examiné todas los elementos que había ido trayendo. De todos, dos cosas me llamaron particularmente la atención. Trajo tres chawan, los cuencos donde prepararía el matcha. Dos eran de un color terroso, similar al pardo, pero más tenue. El tercero tenía un tono muy oscuro, cercano al negro que estaba atravesado por algunas vetas doradas. Además, un recipiente gris con forma de cono truncado invertido. Parecía de piedra y delicado a la vez. Me hubiera encantado sostenerlo, sentir su peso y su aspereza.

Dairik-san dijo que iba a preparar una taza para cada uno, que debíamos tomarla con ambas manos. Los cuencos eran grandes, pero serviría té solo hasta cierta altura, sin llenarlos. Esto tiene su propósito. Al participar en una conversación, lo que otros dicen llama nuestra atención. Al llevarnos el cuenco a la cara, no podemos si no concentrarnos en el té.

“Voy a comenzar”, hechizó. Que lo anunciara concentró toda mi expectativa e hizo un nudo dentro mío.

Sacó un pañuelo de su cintura. Lo plegó y con él limpió tanto el recipiente gris con forma de cono como una fina cucharilla de madera.

Tomó el hishaku de la mesita y lo sostuvo en frente suyo. Con él echó agua sobre uno de los cuencos y depositó luego ésta en otro recipiente.

Abrió el recipiente gris y tomó de éste con la cucharilla dos medidas colmadas del té.

Luego agua sin llenarlo. Tomó el batidor e hizo espuma.


No intenté, porque hubiera sido inútil, reflejar en lo que escribí el paso del tiempo. Aunque hubo pausas, yo apenas supe cuándo respirar. Para empeorar la situación había dos fuerzas enfrentándose dentro mío. Por un lado, las ganas de reír. Desde chico cuando mi curiosidad se ve completamente doblegada por algo nuevo que se descubre, cuando, aunque ansiaba saber algo, el conocerlo sobrepasa mis expectativas, por sobre todo, cuando aprender recuerda lo divertido que es aprender en sí: me río. Pero durante el proceso, ni siquiera me atreví a sonreír. Para respetar a Dairik-san contuve, por suerte con éxito, la risa.

La segunda fuerza me resultó menos conocida al punto de que, en el momento, no me fue posible ponerle un nombre. Lo cierto es que, como si el olvido de siempre estuviera al acecho, había puesto mi atención en Dairik-san examinando cada detalle de la preparación de la primera taza. Y es que su preparación quedó grabada en mi memoria.

Lo que había presenciado, mediado por lo traicionero que es recordar, fue más bien así:

Dairik-san sacó el pañuelo de su cintura y yo ya quería llorar. La escena no me parecía triste en lo absoluto. Examinó el pañuelo como si fuera nuevo para él. Lo dejó colgar de una de sus manos y trazó con la otra varias líneas con las que fue plegando el pañuelo sobre sí mismo como si se tratase de origami. Lo usó para limpiar sus instrumentos sacudiéndolo en un movimiento corto y delicado. Parecía algo más bien simbólico y aún así en mi cabeza adivinaba la palabra “pureza” gracias a haber leído el libro de Malena.

Levantó el hishaku que reposaba sobre la mesita y lo colocó en frente suyo buscando alguna armonía que yo no alcanzaba a reconocer. Lo llenó de agua y con un ligero movimiento la dejó caer al chawan. Con sumo cuidado vació luego el cuenco.

Aunque en algún momento logré superar la risa, aún luchaba por contener el llanto.

Con la cucharilla de madera colocó dos montoncitos verdes de matcha en el primer chawan.

Luego agua sin llenarlo.

Ajeno a lo que me pasaba Dairik-san batía el té. Lo tomó por debajo con sus dos manos con las palmas hacia arriba. Rotó y se levantó únicamente con la fuerza de sus piernas.

Se arrodilló frente a Ander que era quien estaba más lejos mío y el chawan pasó de las dos manos de Dairik-san a las dos de Ander.

En todo el transcurso lo único que se escuchó fue el “itadakimasu” de mi amigo.

Y, aunque las ganas de romper en llanto se mantuvieron y no pueda decir que eran más fuertes o débiles que hasta hacía un rato, tuve entonces un nombre para el motivo de lo que sentía. No me avergüenzo porque es tan puro como la risa que logré contener. Un sentimiento que juzgo propio de las infancias y que ahora juzgaba también propio:

Esa taza no había sido preparada para mí.

Y aunque ahora no sintiera ya las ganas físicas de brotar en llanto, sí lloré y sin dificultad por dentro.

La siguiente taza la preparó con algo más de velocidad y no con menos precisión. Traté de prestar la misma atención, pero esta vez inhibiendo expectativas. Antes o durante se retomó el intercambio de palabras que quebró el silencio que habíamos alcanzado antes.

La segunda taza fue para Ana.

Para cuando se hizo mi turno había logrado normalizar mi respiración. Y como si del agua para limpiar el chawan se tratase, también me había despojado de toda expectativa.

El chawan que usó para prepararme el té, el último, era oscuro en relación a los otros dos. La diferencia era análoga a la del día y la noche. Tenía vetas doradas, pero opacas. Lo recibí con ambas manos: “itadakimasu“ y me lo llevé al rostro.

Di un sorbo mirando el fondo de mi chawan revelarse: tenía hendiduras que quedaron cubiertas por la espuma del té.

No llegué a terminármelo y bajé el chawan.

Pude volver a ver al resto. Me quedó la impresión de que no debía volver a tomar si estábamos hablando, por lo que quedé a la espera de que volviera a hacerse silencio. Pero éste tardó mucho en llegar.

Hablamos de muchas cosas: el tiempo, los colores, la consistencia que esperábamos como humanos cuando en realidad todo está cambiando todo el tiempo.

En algún momento abrí la boca para hacer una pregunta. Lo hice a la vez que Ana también intentó preguntar algo. Nos miramos e insistió en que yo hiciera mi pregunta.

Creo que fue más o menos asi, pero en inglés:

–Antes mencionaste la palabra consistencia y también el concepto de perfección, también que practicaste chadō por más de diez años. ¿Son la consistencia y la perfección un punto de llegada? Aunque, por lo que estamos hablando, creo que no…

Me dijo que durante años sí estudió para hacerlo perfecto, que cuando toma el hishaku lo alinea para que quede vertical. Que uno debe aprender a hacerlo bien porque constituye un punto de referencia. Se toma el hishaku y se lo posiciona como siempre. Los codos se ubican en relación a este como se aprendió, pero, ¡ah!, el hishaku está perfecto, es uno el que cambió.

Yo, que había formulado una pregunta y la había cerrado, en realidad no esperaba una respuesta como esta. Ahora sí, relajado como estaba pude reír por fin un poco.

Ander comentó que antes hubiera esperado que la ceremonia tuviera un anclaje más en lo ritual y espiritual. Sin embargo, su respuesta parecía constituir más bien una filosofía.

Dairik-san comentó que los monjes se guardan las revelaciones y lo espiritual para sí mismos. Responden en cambio con alguna analogía o algo similar.

La meditación en relación a una revelación es más como pescar. Uno espera que la revelación llegue como se pesca un pez. Se coloca la caña y se debe aguardar. Uno no conoce si un pez caerá pronto, incluso puede olvidarse del asunto y quedarse dormido. Recién entonces es que el pez tironea.

Ana habló acerca de su terapia y el mindfulness, sobre hacer una sola cosa a la vez como en el chadō. De vaciar la mente de pensamientos. También para esto tenía Dairik-san una analogía: vaciar la mente es como aspirar. Es imposible detener la aparición de pensamientos. Estos vienen como el polvo. No se sabe con precisión de dónde vienen, si uno los arrastra con la ropa o si entran por la ventana. El pensamiento es similar. Aún así, entra el polvo, se aspira y se tiene un ambiente sin polvo. Vuelve a entrar y se vuelve a aspirar. Intervienen los pensamientos y se vuelve a aspirar.

Hablamos sobre qué hacer después de la ceremonia, nos recomendó pasear cerca de ahí, por un bosque de bambúes cerca de un templo.

No recuerdo si hubo algún instante particular que puso fin al asunto.


Nos calzamos sentados de nuevo en el engawa. Dairik-san recordó que tuviéramos cuidado de no golpearnos la cabeza con la lámpara. Después volvió a irse a la habitación contigua.

Ander se golpeó con la lámpara y reímos.

Dimos la vuelta y tomamos nuestras cosas de la primera sala.

Dairik-san nos acercó una pequeña cesta de mimbre, nos recordó los honorarios por persona y se retiró.

Decidí pagar con un billete de 10.000 yenes porque no pudimos conseguir el valor exacto. A su regreso, Dairik-san nos encontró todavía discutiendo el asunto. Nos preguntó si necesitábamos cambio y con vergüenza respondí que sí. En la cesta había dos billetes de mil y unas monedas. En total sumaba tres mil, los honorarios para una sola persona. Tomó un billete y me lo dió. Me pregunté cómo habría sido su invitado anterior.

Nos acompañó hasta la esquina para señalarnos cómo llegar al templo para poder pasear.

Debatimos qué hacer y decidimos hacer caso a la recomendación.

Caminamos por dónde creíamos teníamos que ir, pero no dimos con ningún bambú. Nos reíamos pensando que quizás Dairik-san bromeaba a menudo con sus invitados conduciéndolos a pasear hacia un destino inexistente y que se trataba una vez más de una revelación ofuscada en forma de acertijo.

En el camino, Ana me preguntó si había notado que él chawan que había usado Dairik-san para preparar mi té había sido diferente al de ellos dos. Yo le hice notar que en su pregunta estaba presumiendo que los que habían sido usados para ella y Ander, por tener un color similar, eran iguales cuando no necesariamente había sido así.

Dimos por fin con una puerta que parecía conducirnos al bosque que nos habían recomendado visitar, pero estaba cerrada. Nos apoyamos en las barandas a los costados del ahora callejón sin salida e intercambiamos opiniones sobre lo que había ocurrido.

Al menos una hora después y recién cuando agotamos lo que teníamos para compartirnos emprendimos el regreso.